
Las motos no son peligrosas. Las casas sí que son un peligro. Sí, sí. No estoy loco. Una casa te atrapa entre sus garras-paredes, ofreciéndote una falsa seguridad a cambio de tenerte prisionero de sus pocos metros cuadrados. Una moto, en cambio, te obedece a ti, te lleva donde quieras y te devuelve el control sobre tu vida.
–Me voy de viaje, mamá.
–¿Con la moto, Alberto?
Mi madre siempre ponía cara de disgusto al pronunciar la palabra "moto". Como si tener una fuera mi mayor deshonra.
–Sí. Sólo serán un par de días. Quiero desconectar e ir a las montañas.
–Dan lluvias, Alberto. Espérate unas semanas a que llegue un tiempo más cálido.
–Nah. Así se conduce mejor. Me gusta cuando está nublado y no me molesta el sol. Se ve mejor el paisaje.
Mi madre abrió la boca como queriendo contradecirme, pero se quedó sin argumentos. Sólo pudo decir un "ay" tan típico de ella.
Cogí lo imprescindible, revisé la moto y ya estaba listo para marcharme. Esta vez viajaría al interior, a las montañas, donde esperaba despejarme del agotador día a día. Comería en los bares típicos de cada pueblo, disfrutaría de los paisajes y volvería a sentirme vivo. Hacía demasiado que no iba solo de viaje y sentía que lo necesitaba.
Nunca me hago una ruta fija. No sé dónde dormiré ni donde comeré. No sé dónde me tocará parar para echar gasolina. Todo es un mundo de posibilidades.
Mi madre tenía razón. A la hora de haber salido de la ciudad empezó a notarse una llovizna suave, típica de los finales de febrero. La lluvia no me importaba demasiado si no iba acompañada de niebla.
Cuando empecé a sentir hambre decidí parar en el próximo pueblo y buscar un bar donde comer. Tras desviarme y pasar un par de rotondas, acabé entrando en el corazón de un pintoresco pueblo de montaña. Aparqué mi moto en el primer hueco que encontré y caminé unos minutos, mirando a los dos lados de una calle llena de adoquines.
"La Taberna" parecía justo lo que estaba buscando. El local tenía bastante fama entre los lugareños a juzgar por su aforo casi al completo. Seguro que ahí se comía muy bien.
Me senté en un rincón, en la única mesa que quedaba libre. No había ni carta ni tablón a la vista. Al cabo de un minuto se acercó un camarero de mediana edad y una mirada llena de desconfianza. Yo era un extraño en un pueblo donde todos se conocían por generaciones.
–¿Qué desea?– me preguntó el camarero con cara de pocos amigos.
–Hola. Estoy de paso y me gustaría comer algo.
–¿Qué desea tomar?
¿Era eso a lo que se refería con la primera pregunta?
–¿Me podría traer una carta?
–No tenemos carta. Hoy tenemos de plato principal estofado. También hay tortilla de patata, ensalada y flan de postre.
–¿Flan casero?
–¿Cómo si no?
Empezaba a sentirme cada vez más incómodo.
–Pues, tráigame por favor una pequeña ensalada, estofado y flan de postre. Para beber agua fría.
–Claro.

En cuanto se alejó el camarero simpático, me dispuse a mirar a mi alrededor. Me di cuenta enseguida de que eran todo hombres y de mediana a avanzada edad. Yo era el más joven. Nadie estaba hablando y eso que cuando entré, todos estaban sumidos en una animada charla a voces. De pronto, de una de las mesas, se levantaron dos hombres y se encaminaron hacia mi mesa. Parecían serios pero no amenazantes.
–Eh, chico.– se dirigió a mí uno de ellos. –¿Tú también has venido en busca del tesoro? Será mejor que desistas. Ya nos lo agradecerás.
–Disculpen, pero creo que se equivocan.
–No, no, chico. El que se equivoca eres tú. Ya lo han intentado otros antes. Esa casa está embrujada. El que entra no sale siendo la misma persona. A lo mejor ese tesoro ni siquiera existe. No merece la pena. Créenos. Vete ahora y podrás llegar hasta algún hotel decente antes de que anochezca.
Al principio pensé en explicarles que no sabía nada de ningún tesoro y que lo único que quería era comer y seguir mi camino. He de reconocer que después de su discurso me planteé dos posibilidades: o eran dos locos que se habían inventado todo aquello o realmente había una leyenda sobre una casa encantada con un tesoro.
–Gracias por sus advertencias, pero he llegado hasta aquí y no me rendiré.
Me picaba la curiosidad y no tenía nada mejor que hacer que pretender ser Indiana Jones por un rato.
–Haz lo que quieras, chico. Te hemos avisado y no podemos hacer nada más por ti.
–Si pudieran contarme todo lo que saben sobre la casa y el tesoro, quizás podría tener más posibilidades de conseguirlo.
–Sólo es una vieja casa con una vieja leyenda, chico. Se dice que pertenecía a una familia muy rica y que un día murieron todos. Unos dicen que los envenenaron, otros que se suicidaron. No se sabe. Según la leyenda, dejaron un tesoro escondido en la casa. De vez en cuando viene alguien preguntando por la mansión y luego no sabemos qué les pasa. Se dice que el que va ahí se vuelve loco. La casa pasó de un familiar a otro, pero nadie quiso vivir ahí.
Parecía el escenario perfecto para una película de miedo. Menos mal que jamás creí en los fantasmas ni esas chorradas.
–¿Y dónde está exactamente?
–Está a la salida del pueblo. Una vieja mansión que se cae a cachos.
–Gracias. Intentaré tener cuidado.
Los dos hombres se alejaron de mí, negando con la cabeza en silencio. Lejos de asustarme, sentía que el corazón me latía con fuerza por la emoción. Podría vivir una aventura de verdad. Era más interesante que simplemente pasarme un par de días vagando por los pueblos de montaña y comer estofado en los bares locales.
Cuando terminé mi comida fui a recoger la moto. Recorrí las calles del pueblo hasta llegar a las últimas casas. Entonces vi una gran verja sucia y bastante oxidada. La visión de la mansión que se alzaba justo detrás me dejó sin aliento. La antaño magnífica casa se alzaba como un cuerpo sombrío y deforme. Todo el lugar parecía enfermo y a punto de venirse abajo.
Examiné la casa desde fuera, sin atreverme a cruzar aún su terreno. Por muy prometedor que fuera su apariencia para un programa de Iker Jiménez, el único peligro real lo presentaba su estructura moribunda. Si me metía dentro y quedaba sepultado en un derrumbamiento, nadie sabría dónde buscarme. Los lugareños achacarían mi desaparición a una antigua maldición y de mi entorno nadie conocía mi paradero actual.
Cogí el teléfono y pulsé el contacto de mi mejor amigo. Estaba estudiando fuera, pero si me pasaba algo al menos podría dar la voz de alarma.
–¡Hola, tío! ¿Cómo va eso?
–¡Alberto! ¿Qué pasa? Aquí liado, como siempre. A ver si puedo ir a España el mes que viene y por fin nos vemos.
–Sería genial. Oye, te he llamado por que he salido de viaje con la moto. Acabo de parar en un pueblo perdido por las montañas y resulta que tienen una casa encantada. No, no te rías Víctor.
–Eres un friki, tío.
–No creo en embrujos ni chorradas así, pero hay una leyenda que dice que en la casa hay un tesoro escondido por la familia que vivió ahí. La casa mola un montón. Es perfecta para grabar una peli de miedo, tío. Sólo te lo cuento porque está muy vieja y si me cae una viga encima o algo, quiero que sepas donde estoy para que me busquen. Ya sabes.
–Pero tío, Alberto. ¿No quieres morir con algo más de dignidad? –Víctor no paraba de reírse incrédulo. –¿Quieres pasar a la historia como el trio que se fue a buscar un tesoro imaginario entre los escombros de una casa vieja y quedó sepultado?
–Iré con cuidado. Imagínate que encuentro algo antiguo, de valor. Además, tendrías que haber visto las caras de los viejos hablándome sobre la maldición.
–Esto no mola, tío. Pásame la ubicación. ¿Cómo se llama el pueblo?
–Estoy en Viñas Viejas. Te llamaré en cuanto salga de ahí, si no, llámame tú en 3 horas.
–Estás como una chota.
Vale, hecho. Ya podía entrar en la casa, pero, ¿por dónde? La puerta principal estaba cerrada y no quería destrozarla. Miré las ventanas y vi un gran agujero en la pared. Ahora que estaba al lado de la casa, me parecía más triste que terrorífica. Era como si el mundo entero decidiera avanzar, dejándola atrás, sola y abandonada. Mientras todo a su alrededor evolucionaba, crecía, cambiaba, ella seguía prisionera del pasado, marchitándose como las vigas que la componían.

Me metí por el agujero de la pared sujetando mi linterna de viaje. Era un día gris y lluvioso así que no se veía casi nada con claridad. Aunque pensándolo bien, quizás en esa casa tan lúgubre no quiere entrar ni la luz del sol en un día de verano.
Todo estaba lleno de polvo, hojas raídas y telarañas. No me sorprendió que los lugareños evitaran acercarse. Uno evocaba en su memoria todas las escenas de miedo que había visto en las películas de fantasmas.
Intenté avanzar despacio para anticiparme a algún agujero en el suelo como el que me sirvió de entrada en la pared. Escuchaba mis estrepitosas pisadas sobre un suelo viejo y destrozado, pero nada más. La casa ya no era más que una sombra de su antiguo esplendor.
Recorrí un largo pasillo y miré en un par de habitaciones. Me pregunté a mí mismo qué esperaba encontrar. Si de verdad existiese un tesoro escondido en esa casa, no estaría esperándome en mitad de una habitación con una etiqueta de "llévame contigo". Estaría en el ático o en el sótano. Enterrado o quizás detrás de una pared falsa o incluso por detrás de una viga.
Me paré un momento y barajé la posibilidad de subir al ático, pero si subía podría correr más riesgo de hundirme en el suelo destrozado y caer uno o dos pisos más abajo. Mejor empezaría por el sótano e iría subiendo.
Encontré una pequeña puerta al final del pasillo y bajé por la escalera, agarrándome a la barandilla por si los viejos escalones decidían no aguantar mi peso. Había muchos trastos por en medio. Muebles antiguos, cajas, cuadros. Quizás uno de esos cuadros resultaría ser una obra valiosa, pero estaban completamente cubiertos de polvo.
Cuando estaba mirando los cuadros sentí que alguien me observaba. Giré la cabeza hacia la escalera y vi a una chica que estaba mirándome sonriendo.
–No me digas, ¿tú también has venido a buscar el misterioso tesoro?–me preguntó divertida.
–Eh, pues... Supongo. Sentí curiosidad cuando me hablaron sobre esta casa en la taberna del pueblo.
La chica avanzó hacia mí. Era bajita y delgada. El viejo suelo ni siquiera crujía bajo sus pies.
–En el pueblo le tienen miedo a esta casa. Supongo que tú y yo somos unos valientes por estar aquí. ¿Qué harás con él si lo encuentras?
Buena pregunta. Sólo estaba buscando algo de emoción en medio de mi tediosa vida. Ni me planteé la posibilidad de encontrar el tesoro de verdad.
–Pues, hombre. Si ese tesoro existiese y si yo pudiera encontrarlo...
–¿Sí? –La chica me sonreía como si yo la estuviera divirtiendo de lo lindo. Pensaría que soy un tonto que cree en todas las fabulas que existen.
–Pagaría las deudas de mi padre. Él tenía un negocio que le fue muy mal. Se endeudó hasta las cejas y después no quiso ni vivir, para intentar al menos arreglar algo del desastre en el que nos había metido a mi madre y a mí.
No sé por qué decidí contarle aquello tan íntimo y doloroso a una extraña. Ella me observaba con curiosidad, pero al menos ya no se reía con aire burlón.
–Oh, vamos. ¿Y para ti? ¿No quieres pagarte ningún caprichito? ¿Un viaje a la otra punta del mundo? ¿Una moto nueva?
La verdad es que mi moto ya era bastante vieja. Había vivido conmigo tantas aventuras. Para mí era algo más que un medio de transporte.
–Me va bien con mi moto. Es una vieja peleona.
–Vaya. ¿Y a cuánto asciende la deuda de tu padre?
–Uff. Llevamos ya 5 años pagando casi todo lo que ganamos. Aún nos quedan unos 20 mil euros más intereses. Creo que me tocará estar pagándolo a lo largo de toda mi vida.
–Menudo rollo. Bueno, como veo que no es para fines egoístas, te echaré una mano.
–Espera. ¿Existe de verdad? ¿Lo has encontrado?
–He crecido en este pueblo y sé más de esta casa que cualquier cazatesoros de fuera.
–Si sabes donde está, ¿por qué no te lo quedas tú?
–A lo mejor soy un poco como tú y no me hace falta nada. Ven, sígueme.
La estaba mirando incrédulo mientras se metía por detrás de unos muebles viejos. Fui detrás, preguntándome a dónde iría.
–¿Ves aquel armario pegado a la pared?–me preguntó.
–Sí, el de la pata rota, ¿no?
–Eso es. Acércate y abre el cajón secreto que está justo al lado de la pata que está bien.
Yo no veía ningún cajón ni nada por el estilo. Me arrodillé para intentar mirar por debajo del armario. Había tanta suciedad que me daba asco tocarlo con las manos. Todo olía a rancio. Como seguía sin localizar el dichoso cajón, metí la mano hacia adelante y palpé la superficie. Sobresalía algo pequeño y tiré de él con fuerza para ver si era lo que estaba buscando. No se movió. Los años habían atascado el cierre o quizás la madera se había hinchado demasiado por la humedad del sótano. Probé varias veces más hasta que noté como algo se rompía y caía al suelo. Lo cogí y lo acerqué a la luz de la linterna. Era un trozo de madera con una llave atada.
–¿La tienes ya? Ahora ven por aquí.
–¿De qué es la llave?
Esto ya empezaba a recordarme una escape room. ¿También habría tiempo libre para encontrar las respuestas al acertijo?
–Aparta estos cuadros grandes y busca uno con un ángel.
–¿De verdad? Están llenos de polvo. No se distingue nada.
–Tú busca. –Me miraba sonriendo. Estaba jugando conmigo, seguro. Me sentía el último tonto.
Aparté con cuidado dos cuadros enormes y empecé a mirar los que estaban detrás. No se apreciaba casi nada en ninguno de ellos. Entonces vi algo parecido a la forma de un ala grande.
–Creo que es este. Esto de aquí parece el ala de un ángel.
–Genial. Ahora dale la vuelta. Verás que hay una caja de hierro dentro del marco.
–¡Es verdad!
Aquello era súper emocionante. Estaba en un pueblo desconocido para mí, en una casa vieja con una desconocida misteriosa, buscando un tesoro antiguo, ¡y me lo estaba pasando genial! Aunque al final sólo fuera una tomadura de pelo.
–Abre la caja con la llave que has sacado del armario.
–Espera. ¿Cómo sabías que la llave de este cuadro estaba en el armario?
–Porque la escondí yo, tonto.
–Encontraste el tesoro y luego lo volviste a esconder. ¿Por qué?
–Porque quería que cayera en buenas manos. Para una buena causa o algo. Ya sabes.
Seguía pareciéndome muy sospechosa su actitud, pero necesitaba ver lo que había en esa caja. Metí la llave, que encajaba a la perfección, y la giré dos veces. Al abrirla dirigí mi linterna hacia su interior. Unos destellos me deslumbraron. Saqué con cuidado el contenido de la cajita: un collar lleno de piedras preciosas. ¿Diamantes? ¿Tantos?
–Ehh, ¿esto es lo que pienso que es?
No podía apartar la mirada del pesado collar de diamantes. Parecía un sueño. Pasaron varios instantes antes de que me diera cuenta de que nadie me había contestado. Miré hacia la chica, pero ya no había nadie. Estaba solo en el sótano. ¿A dónde había ido?

Me levanté y caminé hacia la escalera por la que había bajado.
–¡Hola! ¿Estás ahí?
No hubo respuesta. Empecé a subir por la escalera, pisando con cuidado mientras los escalones crujían a mi paso. De repente me sentía muy solo en aquella enorme casa. Atravesé el largo pasillo, agarrando el collar con una mano y la linterna con la otra. Llegué al enorme recibidor, pero ahí tampoco había nadie.
El collar repleto de diamantes podría pagar con creces la deuda de mi difunto padre, pero ¿y si la chica cambiada de opinión y lo reclamaba?
Alumbré con la linterna la escalera que llevaba a la parte de arriba. De repente me llamó la atención un cuadro enorme que había colgado encima del primer tramo de la escalera. Me acerqué un poco más y el corazón me dio un vuelco. Desde el cuadro me estaba mirando la misma chica que me había ayudado a encontrar el collar. Vestía de un modo anticuado, pero tenía dibujada la misma sonrisa burlona. En su cuello lucía un magnífico collar de diamantes. El mismo que yo sostenía en la mano.
No sé cuánto tiempo me quedé ahí plantado, sin poder moverme. Estaba sobrecogido y no sabía que conclusiones sacar de todo aquello. ¿Era un fantasma? Imposible. La vi con mis propios ojos, me habló como lo habría hecho cualquier otra persona. ¿Podía ser una chica del pueblo cuyos parientes vivieron antaño en esta casa y de ahí el parecido? Saqué el móvil y le hice una foto al cuadro. Preguntaría por ella en el pueblo.
Me quedé un momento en el agujero de la pared por el que había entrado y miré hacia atrás. Sentía como si estuviera dejando ahí a alguien conocido.
–¡Gracias!–grité, como si la chica que me ayudó pudiera oírme.
Al salir al exterior y respirar por fin aire puro y limpio, juraría que escuché una risita burlona dentro la casa. Los dos hombres que me habían advertido en la taberna tenían razón. No salí siendo la misma persona que antes de entrar en esa casa.

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