
Era el típico día lluvioso de Escocia a pesar de estar en pleno agosto. Estaba haciendo un curso de inglés en Edimburgo, en una escuela situada en la Queen Street, pero aún tenía tiempo antes de ir a clase ya que mi familia de acogida me "echaba" de casa cuando se iban a trabajar.
Paseando por la Princess Street, llena de tiendas internacionales, hoteles, monumentos y vida vibrante, vi un Starbucks (una cafetería a secas para mí en aquel entonces). Me pedí un Latte y me senté en la planta de arriba cuyos ventanales daban al Castillo de Edimburgo. Era toda una estampa: el castillo en la colina, la lluvia, el centro de Edimburgo... Me enamoró aquella ciudad pero también aquella cafetería con un ambiente muy especial. Siempre digo que es una cafetería a la que poder ir con un libro y no sentirse ni sola ni extraña...
En mis años de estudiante en la Universidad de Sevilla las cafeterías Starbucks me servían de bibliotecas para ir con mis apuntes o el portátil para hacer el trabajo de turno. El lugar de quedada y relax de tarde. También el único sitio que conocía donde podían hacerme un café con leche de soja mientras que en las demás cafeterías te ponían caras extrañas si lo pedías. En los últimos diez años las cosas han cambiado y ahora ya hay un abanico de posibilidades hasta en una cafetería de barrio.
Viajando, trabajando, corriendo de un lugar a otro, si entro en un Starbucks es un poco como volver a casa y da igual si está en Vienna, Varsovia, Ginebra o a 5 minutos de mi casa. En sus butacas he tomado café como estudiante, como turista, como visitante, sola o acompañada. Hace unos días entré con mi bebé, le di el pecho mientras me tomaba mi café y pensé en todos estos años. En las ciudades en las que estuve, en las personas con las que compartí un café y en cómo vuela el tiempo y pasa la vida. En vez de apuntes tengo un bebé en mis brazos y mi Latte se ha convertido en un Rooibos. En la calle estaba lloviendo y algo me recordaba aquel primer Starbucks en la Princess Street...